sábado, 30 de diciembre de 2023

Zarigüeya


A lo largo de mis paseos matutinos diarios suelo coincidir en mi itinerario con ciudadanía de lo más variopinta. Con gran parte de ella los encuentros son frecuentes, ya que sus rutinas son prácticamente simétricas a las mías, y eso hace que recuerde a estos individuos más fácilmente y se genere una especie de afinidad, hasta el punto de probablemente convertirme en candidato a protagonista en sus equivalentes reflexiones.

Entre todos estos transeúntes, hubo uno que en mi primer encuentro me llamó poderosamente la atención. Acababa de pasar por un pequeño parque con cuatro bancos desvencijados convertido en lugar maldito por la puntual presencia de un triunvirato de jubilados ociosos y desalmados cuya principal afición consistía en alimentar a las palomas de una manera obscenamente generosa. Una vez superados la indignación y los deseos de que esas aves infernales impregnaran con sus heces los atuendos de los vejestorios, mi vista y mi atención se concentraron en la cabeza de un tipo que se cruzó en mi camino a los pocos metros. El resto del cuerpo resultaba de lo más anodino: unos cincuenta años, complexión normal tirando a bajito, vestimenta aburrida, en resumen, estéticamente lo que se suele denominar en lenguaje técnico "del montón". Pero en su cabeza pude contemplar, fugazmente porque tampoco era cuestión de deleitarse forzando un alto en el camino, algo realmente asombroso.

Los peluquines han existido desde los albores del homo sapiens. Y casi siempre han producido un efecto tangencial al esperado por el propósito por el que fueron creados; pueden ocultar la calvicie, pero paradójicamente no dejan de desenmascarar a un calvo. El sujeto en cuestión habían coronado su cumbre con posiblemente la mata de pelo más zarrapastrosa que nunca había visto. La primera impresión fue que no tenía la forma de una cabellera común, pero con tan pocas evidencias decidí que tampoco merecía un conato de tesis doctoral e inmediatamente lo introduje en el cajón de los frikis regulares sin darle más importancia, prosiguiendo con mi tedioso periplo hacia el trabajo.

Al día siguiente volvimos a coincidir. Y nuestras miradas ahora sí se intercambiaron. En mi caso, el contacto con sus ojos fue extremadamente breve, ya que era incapaz de desviar la atención de aquellos matojos infectos que culminaban su testa. No obstante sí pude atisbar síntomas de desasosiego en su rictus y en su mirada, dotada de una desazón que parecía suplicar clemencia. Pero el morbo por el espectáculo de su melena artificial me desproveía que cualquier escrúpulo; creo que aquélla fue la primera vez en que sospeché de las patillas de la peluca, que caían aparentemente inertes por delante de las orejas.

Para nuestro siguiente encuentro yo ya estaba preparado y el escrutinio comenzó unos metros antes de lo usual. Acababa de maldecir en mi interior a los ancianos promotores de alimañas aladas cuando lo divisé en lontananza. El amasijo capilar parecía haber... evolucionado. Seguía a años luz de semejarse a una cabellera humana estándar, pero ya no presentaba un semblante tan desaliñado, era algo más ordenado, más orgánico. Por un momento imaginé la forma de una criatura fantástica agarrada a aquella calva tan desastrosamente oculta. No pude evitar que un tímido escalofrío recorriera mi sistema nervioso cuando de soslayo reparé en los ojos rezumantes de pesimismo de aquel hombre. Fuera de esos ojos actuaba con la normalidad de un autómata, sin demandar auxilio ni mostrar desesperación, así que lo consideré para mí mismo como una barata justificación para mi inacción.

La situación dio un giro radical dos días más tarde. El amorfismo del cual había hecho gala hasta entonces el peluquín había pasado a mejor vida. Durante mi paseo y a la hora acostumbrada, avisté a lo lejos una figura grotesca, compuesta por un animal difícilmente descriptible reposando sobre el cráneo de aquel ciudadano completamente aleatorio, el cual había sido merecedor de su hospedaje únicamente por una inofensiva alopecia. Confieso que en aquel momento también me sorprendió la desidia y la indiferencia con la que el resto de los peatones asistían al espectáculo; aunque, en el fondo, no había violencia manifiesta en aquella simbiosis y técnicamente no había motivos objetivos para intervenir.

A partir de entonces dejé de ver a aquel pobre infeliz. Pero el primer día de su ausencia no me percaté de ello pues, cuando transitaba por nuestro habitual punto de encuentro, aún estaba bajo los efectos de una mezcla de horror y regocijo; el fatídico lugar donde los ancianos solían agasajar con tropezones de pan bimbo a las ratas aladas se hallaba rodeado por un cordón policial. Y en el interior del impreciso polígono que formaba aquel cordón la escena era dantesca, con sangre y plumas por todas partes. Alguien, o algo, había pulverizado a unas palomas que unos minutos antes se estaban pegando un banquete a base de migas, inconscientes de que aquélla iba a ser su última cena.

El congojo entre los curiosos era inevitable, sin embargo parecía que aquella bestia carnívora desconocida sólo calmaba su voracidad con aves urbanas y, presuntamente y puestos a especular, con pequeños mamíferos, por lo que la población humana supuestamente estaba fuera de peligro. Además, según la versión de las autoridades, nadie había sido testigo del incidente, por tanto gran parte de los temores sobre una criatura procedente del averno se basaban en conjeturas. Un par de días después la zona se había despejado, dotando de nuevo a mi paseo de normalidad y desproveyéndolo de emociones. No obstante la calma fue efímera. Podía entender que los vejetes criadores de alimañas se llevaran un susto de muerte cuando las palomas fueron descuartizadas y no les apeteciera regresar al lugar del crimen -el de la bestia y el suyo propio-, así que su ausencia no me alarmó demasiado. Pero sí que me quedé muy asombrado al volver a cruzarme con el dueño del peluquín revoltoso sin peluquín revoltoso quien, debajo de una calva reluciente, continuaba revelando una mirada de angustia extrema.

Pasaron los días y los bancos de aquel pequeño parque donde sucedió el colombicidio seguían vacíos. Por un lado me alegré, pero por otro lado me imaginé a sus antiguos inquilinos cometiendo sus fechorías en cualquier otro rincón de la ciudad. Lo que sí pude constatar fue que la presencia de palomas se había reducido drásticamente en la zona; tal vez habían huido lejos, atemorizadas por el monstruo que una vez arrasó el lugar. No me entusiasmaba la idea de una amenaza latente, aunque virtual, de ese calibre, pero era indudable que el resultado real y palpable me satisfacía.

Las palomas desaparecieron por completo. En una localidad donde las encontrabas por doquier, que en un paseo relativamente largo como el mío no viera ninguna era suficiente argumento como para asegurarlo. El día que llegué a esa conclusión disponía de algo más de tiempo y me acerqué al parquecillo otrora maldito por si encontraba alguna pista que me ayudara a entender aquel extraño fenómeno. Lo que encontré me dejó helado. Y no dejaba de ser una pista. En uno de los bancos alguien había depositado un ramo de flores como homenaje a un difunto, de lo que se infería que efectivamente alguno de los abuelos, o los tres, había fallecido en aquel mismo punto.

La bestia también asesinaba personas.

E, igual que las palomas, había desaparecido. O estaba bien oculta o se trataba de un mito. Escapé de aquel lugar, acelerando el paso con los cinco sentidos activados. Y este aumento irracional de la percepción me hizo darme cuenta de que, a diferencia de los pájaros, la alopecia indisimulada comenzaba a multiplicarse. Nunca había visto tantos calvos juntos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, incluso algún que otro niño. Preso de la estupefacción, y de algo de miedo, me detuve y analicé sus rostros, los cuales se hallaban envueltos en una resignación y un horror contenido idénticos al del individuo con el que, para mí, comenzó este insólito episodio. Y casualmente, entre aquella muchedumbre de cabezas despejadas, lo vi.

Convencido de su nivel de responsabilidad, me dirigí a él para interpelarle. Pero fue incapaz de articular palabra. Sollozando, se apartó de mí, como avergonzado. Quizás en aquel momento debí actuar con algo más de vehemencia, pues su reacción denotaba su culpabilidad, pero cierta compasión me obligó a dejar que se marchara.

El estrés de aquellas semanas aceleró la expansión de mi tímida alopecia. No era una cosa que me gustara, pero tampoco me importaba. Incluso, visto lo visto, estaba de moda. Además, me ayudó a entender lo que estaba sucediendo. Cuando una mañana una bola pringosa de pelo surgió de la nada y se prestó a ocultar la superficie de mi cráneo que había quedado a la intemperie, sin yo demandarlo pero sin poder hacer nada para impedirlo, lo comprendí todo.

Aquellos monstruos peludos se alimentaban de los impulsos eléctricos que revoloteaban por nuestro cerebro, pero sólo podían acceder a nuestras neuronas si, paradójicamente, no había obstáculos capilares que se entrometieran en su camino. Una vez desarrollados, alcanzando su madurez al adquirir el tamaño de algo parecido a una zarigüeya, abandonaban su actividad parasitaria y modificaban sus hábitos alimentarios. Comenzaron cazando pájaros y -efectivamente- pequeños mamíferos, y cuando perfeccionaron sus artes predadoras, recurrieron a manjares más suculentos como los humanos. Humanos provistos de un poblado cuero cabelludo, eso sí, a los calvos nos respetaban, por agradecimiento, por indigestos, o porque en algún momento volverían a necesitar de nuestros impulsos cerebrales.

Nunca supimos de dónde provenían estos seres voraces y malignos. Y jamás lo averiguaremos porque, este planeta, habitado en la actualidad únicamente por calvos y zarigüeyas agonizantes, entre otras muchas cosas ha perdido la curiosidad.


viernes, 21 de julio de 2023

El primer libro

Todos recordamos el primer libro que leímos. Si no el primero, uno de los primeros, uno de aquéllos que se infiltraban furtivos entre las lecturas impuestas, con toda la buena voluntad del mundo, por nuestros padres o por el sistema educativo de la época, pero que resultaban ligeramente incompatibles con aquellos incipientes intereses literarios nuestros.

Seguramente no fue el primer libro que leí, si consideramos como "libro" todo aquello que motiva a un crío de unos seis años a proceder con el ritual de pasar páginas. Pero sí fue el que marcó, no sólo esos incipientes intereses literarios míos, sino buena parte de mi personalidad.

Para mi cumpleaños, no recuerdo si el sexto ó séptimo, les pedí a mis abuelos un "Superhumor". Tal cual, sin especificar. No disponía de ninguno en mi vacía, a la par que inexistente, estantería y era un concepto que me entusiasmaba. En aquella época, hace cuarenta años, sin Internet, sin cuarenta canales de dibujos animados en televisión, nos entusiasmaba a todos. Yo conocía a Mortadelo y Filemón por la revista "Mortadelo", y a Zipi y Zape, los cuales promovían cierta rivalidad con mis vecinos, más proclives a los gemelos Zapatilla, y a muchos más personajes (Rompetechos, Carpanta,... sí, la lista de siempre, la nuestra, la de los abuelos Cebolleta). Y era muy consciente de lo que era un Superhumor: un compendio de historietas de todos esos personajes; aparte de mi máximo deseo desde el punto de vista material (el único punto de vista posible por aquel entonces).

Resulta que mis abuelos se plantaron el día de mi cumpleaños, no con un "Superhumor", sino con el mejor Superhumor de todos los tiempos. Me gustaban tanto Mortadelo y Filemón que hubiera sido capaz de transigir y deglutir con relativo apetito historias del botones Sacarino o de Sir Tim O'Theo como las verduras que acompañan el entrecot. Pero no, ellos, como si me conocieran, me hicieron probablemente uno de los mejores regalos que nadie me ha hecho nunca, con una puntería absoluta; un Superhumor de nada más y nada menos que de "Mortadelo y Filemón a todo gas".

Huelga decir que aquel tomo lo devoré, casi literalmente. De hecho, aquí tengo las pruebas. Lo que no recuerdo con exactitud son los pormenores de la digestión.

(El pobre está hecho mistos de una manera que no sé si sentir vergüenza u orgullo).

Me aprendí casi sin darme cuenta las viñetas de memoria y en este momento, hojeándolo muy someramente como calentamiento para este humilde artículo, se han despertado muchísimos recuerdos. Imágenes que creía olvidadas de chistes, gags visuales, disfraces de Mortadelo, situaciones inverosímiles... Prácticamente en cada página hay al menos una imagen que la tengo metafóricamente tatuada en todo el colodrillo.

Lo normal en un Superhumor era que hubiera historietas cortas, de personajes variados, tal como se presentaban en la revista Mortadelo y similares. O como en los maravillosos ejemplares de la "Colección Olé", auténtico germen de los Superhumores. A éstos los recordamos con mucho cariño y respecto, probablemente por su formato de tomo arcaico, pero no hay que olvidar que no eran más que media docena de Colecciones Olés arrejuntados. De hecho, entre las mismas páginas se pueden encontrar las entrañables cortinillas de separación, que no eran otra cosa que las subportadas y las subcontraportadas de los ejemplares de Olé.


Por cierto, en estos elementos aparentemente tan frívolos, la inspiración del recién desaparecido Ibáñez me parecía magnífica, mezclando algo terrestre como una motocicleta con la motivación marítima. Me arriesgo a afirmar que he adoptado, también de manera pseudoinconsciente y a mil años luz de distancia, esta filosofía en mis humildes garabatos.

Este volumen en cuestión cuenta con cinco historias largas, acompañadas de otras aventuras más cortas, muchas de ellas sin ser obra de Ibáñez ni especialmente brillantes, pero que en su día consumí con la idéntica voracidad, lo que les hace acreedoras del mayor de mis respetos.

La primera aventura es 'Los Invasores'. Con probablemente uno de los mejores prólogos, con parodias y chistes cada dos viñetas, nos narra cómo nuestros agentes secretos favoritos tienen que enfrentarse a los parroquianos de un bar y a una horda de invasores extraterrestres, con un plot twist inesperado. Lamentablemente, como se ha evidenciado en la segunda imagen de este artículo, no dispongo físicamente de las siete primeras páginas, y es una lástima, porque hay viñetas sencillamente sensacionales. Y el primer extraterrestre con el que se enfrentan es de mis favoritos.


Le sigue 'El otro "yo" del Profesor Bacterio', quizás una de las historias más recordadas. Ya desde la primera viñeta se nos anuncia la acción desenfrenada que nos va a acompañar durante toda la aventura. Lo peculiar y lo que acrecienta la tensión es que el villano esta vez es uno de los nuestros, un doctor Jeckyll que se ha convertido en un Mr Hyde de tres al cuarto. Mortadelo y Filemón tendrán que perseguir y desbaratar los malévolos planes del científico de las barbas. O más bien sus toscas travesuras en todos los ámbitos de la sociedad brugueriana de la época.


Probablemente la historia que más me marcó fue 'Los Monstruos'. Con un arranque sensacional, con la mejor entrada secreta al cuartel general que recuerdo (que me tuvo años, lustros, dándole vueltas), nos explica cómo un nuevo invento fallido del Bacterio ha provocado la aparición de los monstruos más célebres de la literatura, el cine, el folklore y alguno más que pasaba por allí. Al final resulta que no es exactamente así, lo que demuestra que aunque estos tebeos se regían por patrones relativamente estrictos, no estaban exentos de sorpresas. Al menos en estas historias largas de Ibáñez.


La trama de 'Los Cacharros Majaretas' es bastante más convencional. Es estupenda, por supuesto, pero nos cuenta algo que ya hemos sufrido, incluso en la piel del lector, hasta la saciedad: la misión de los agentes de la T.I.A. consiste en probar los inventos del Bacterio. En cualquier caso, aunque la trama principal carezca del interés dramático del resto, la inverosimilitud de los medios de transporte con la que tienen que lidiar es divertidísima y además encontramos algunos de los mejores chistes de esta etapa. Aparte de que jamás olvidaré la expresión "viejales gotoso".

Llegados a este punto, y a falta de mencionar la última historia, no puedo dejar de referirme, no sin admiración, a las cornisas amarillas con las que decoraban la parte superior de las páginas. Los motivos eran siempre los personajes protagonistas, y combinaban una decena de diseños siempre muy evocadores. A mí, como retoño aspirante a dibujante, me fascinaba la capacidad de condensar tanto mensaje en un rectángulo tan injustamente desproporcionado. Estoy convencido de que tendría su función, además de un nombre más técnico que el de "cornisa amarilla", que desconocía y desconozco, pero que en su momento nunca me planteé.


Como colofón a este apoteósico volumen nos vamos a 'El circo'. Otro escenario pintoresco donde nuestros héroes pueden dar rienda suelta a su torpeza en el contexto ideal. Siguiendo el esquema habitual, esta vez tienen que ir asumiendo el papel de todos los personajes de este espectáculo, o enfrentarse a unos peligros insospechados y rocambolescos: atracciones, magos, artilugios de payasos, animales cabroncetes... De nuevo la trama es lo de menos, pero la versatilidad del mundillo circense les viene como anillo al dedo. Y sigue aportando unas viñetas que jamás olvidaremos.


Los luctuosos acontecimientos recientes me han dado el empujoncito necesario; hacía demasiado tiempo que tenía en mente escribir un post como éste, donde mostrara toda la admiración y, sobre todo, agradecimiento, a la figura de Francisco Ibáñez. El agradecimiento no puede ser mayor, pero la admiración probablemente sí porque revisionando muy por encima estas páginas, me he dado cuenta de que este humor, sorprendentemente, y al menos en estas páginas, se conserva muy bien.

O tal vez los chistes no son tan buenos y todo es producto de la nostalgia. Si es así, me importa un pimiento.

Gracias, maestro.


Y gracias, yayos, por todo lo que me habéis dado, entre otras cosas este "Mortadelo y Filemón a todo gas".


sábado, 2 de abril de 2022

El Sueño del Androide

 


La respuesta es "sí".

La pregunta nos la hizo P.K.D. hace más de 50 años. Aunque dicha pregunta era tan precisa que John Scalzi no consigue responderla del todo. Porque efectivamente, el sueño del androide hace referencia a una raza de ovejas, pero no estrictamente eléctricas.

La inclusión de la palabra "androide" y el indisimulado homenaje a Dick en el título ya nos conducen a pensar que estamos delante de una historia de ciencia-ficción, y acertamos. Pero también se trata en cierta manera de una novela del género bélico, y rociada por un aroma eminentemente cómico. El equilibrio entre estos tres estilos es algo irregular, aunque tampoco es necesario ni afecta al disfrute de la lectura.

A menudo, sobre todo en las últimas décadas, las historias de ciencia-ficción se gestan en torno a universos, en sentido literario, no astronómico. Quizá gracias a por culpa de George Lucas, los autores, editores y productores han visto la enorme rentabilidad de expandir, más allá de sus primeras andanzas, las aventuras de los personajes de sus mundos inventados, donde no existen límites. Además, da la sensación de que confinar a un relato corto una buena idea, un personaje carismático o un planteamiento pseudocientífico, es un desperdicio.

Nos cae bien Flash Gordon, queremos disfrutar de muchas nuevas peripecias. Y me compraré el próximo libro, aunque su calidad sea nefasta.

Esto sucede en todos los géneros, pero en la ciencia-ficción resulta mucho más pronunciado, por aquello del universo exclusivo, no compartido con el mundo real. Lo malo de esta tendencia es que algunas obras, por su nivel de elaboración y minuciosidad, parecen compuestas dentro de este entorno. Y luego se quedan -al menos, en una primera intención- en una obra local, autónoma. Esto es un poco lo que le sucede a El Sueño del Androide. Nos presenta tal despliegue de razas alienígenas, instituciones interplanetarias, tecnologías a distintos niveles de desarrollo y de todos los ámbitos, que parece absurdo pensar que esta mezcla de esfuerzo creativo y prolijidad de información se circunscribe únicamente a este libro. Y esta idea está originada precisamente por la casi obligación de que toda obra del género deba pertenecer a una saga. Y el propio Scalzi, sin ir más lejos, no es ajeno a este fenómeno.

En esta novela hay muchos personajes, con distinto grado de importancia. Y todos tienen un nombre y un perfil que hay que recordar para asociarlo a sus posibles apariciones en páginas posteriores. Entre estos nombres, muchos pertenecen a individuos de razas extraterrestres, que resultan mucho más difíciles de distinguir. En algún pasaje donde se citan a bocajarro los miembros de los clanes nidu rivales, la posibilidad de perderse es poco remota. Algo parecido sucede con los estamentos gubernamentales galácticos. Sin llegar a ser desbordante, la referencia tan precisa a sus funciones se antoja innecesaria, teniendo en cuenta su relativamente escasa repercusión en la trama. No es una novela pesada, pero aporta excesivos detalles con poca trascendencia, la cual el lector desconoce en el momento de consumir esa información. Un poquito más de liviandad en este sentido se hubiera agradecido.

Otra de las pequeñas pegas de esta novela, paradójicamente, es el apoteósico arranque. Desde las primeras líneas nos queda claro que el humor va a estar presente durante las trescientas y pico páginas que tenemos por delante. Y arranca además con un humor escatológico e insólito. Por desgracia, este nivel de osadía se desvanece a partir del segundo capítulo, relegando el humor al ingenio de los diálogos y la estulticia de algunos personajes. De buen nivel, eso sí, pero lejos de la desfachatez desvergonzada prometida en el primer acto.

Aparte de diplomacia y humor, también hay acción. Especialmente a la mitad aproximadamente y al final, cuando transcurren dos episodios de acción con una descripción muy cinematográfica, bien narrados y con un desenlace convincente.

El Sueño del Androide es la historia de la resolución de un conflicto diplomático entre planetas, a su vez consecuencia del rifirrafe entre clanes de una raza extraterrestre. La solución al flatulento desencuentro interplanetario no es otra frivolidad que la localización y obtención del último ejemplar de oveja de la raza sueño del androide, lo que dará lugar a persecuciones, traiciones, revelaciones de identidades sorprendentes, hackeos informáticos y nostalgia militar.


jueves, 1 de abril de 2021

La Penúltima Verdad


La Tercera Guerra Mundial ya está aquí. Otra vez. Y esta vez es mucho peor, porque la están librando ejércitos de robots en una superficie terrestre devastada, al más puro estilo Terminator, mientras los humanos restantes sobreviven sin ningún atisbo de esperanza en unos tanques subterráneos, dedicándose casi exclusivamente a la fabricación de esos suicidas robots combatientes.

A pesar de todo estamos en el futuro, uno no muy, muy lejano, pero lo suficientemente avanzado para Philip K. Dick cuando publicó su novela La Penúltima Verdad en 1964. Y en este futuro no todo son malas noticias; de hecho, existen los artiforgs, órganos artificiales que reemplazan de manera extremadamente eficiente los órganos humanos dañados, prologando así la vida del individuo receptor y, si las condiciones externas fueran propicias, mejorando la calidad de la misma. Como toda buena noticia difícilmente se ve privada de la compañía de una mala, estos artiforgs son casi un mito y la posibilidad de que alguien tenga acceso a uno es una quimera absoluta. Y para los habitantes de un tanque subterráneo, una quimera absoluta al cuadrado.

Sin embargo, Nicholas Saint-James, el valeroso director del refugio Tom Mix, no está dispuesto a dejar que su anciano pero valioso ingeniero-jefe fallezca, así que decide salir a la superficie con la temeraria misión de encontrar un páncreas postizo.

En esa superficie, el contexto socio-político no es el que creían, o el que les hacían creer a, los habitantes de los tanques subterráneos. La guerra fría ha terminado hace años y para lo único que ha servido -si las guerras sirven para algo- es para procurar una vida llena de lujos y ostentaciones a los residentes del mundo exterior. Los robots fruto de la esclavización de los moradores de los tanques-hormiguero sirven de albañiles o de escoltas a los magnates que dominan la corteza terrestre. Todo es una farsa.

Pero no todo es felicidad para estos crápulas super-terrestres(1), también tienen sus problemillas. Existen intereses comerciales y, sobre todo, egocéntrico-políticos, que generan ciertas rencillas que desembocan en conspiraciones y tramas de calaña dudosa. Si en los mundos subterráneos viven, sobreviven y se desviven para proveer de robots a la superficie, en este mundo geológicamente superior, saludable por fuera pero podrido por dentro, la actividad principal consiste en crear un aparato propagandístico a través de líderes virtuales difundiendo noticias falaces que mantengan a raya a los pobres y confundidos espectadores de esa especie de caverna de Platón que son los terribles tanques subterráneos.

Estas zancadillas entre defensores del establishment, como el desagradable Stanton Brose, y empresarios filántropos como Louis Runcible, especialmente del primero hacia el segundo, son las que desencadenan la revelación del auténtico líder espiritual, y también virtual, de esos refugios subterráneos. Un líder, pero también funcionario e indio cheyenne, con una accidental capacidad para viajar en el tiempo.

De nuevo Philip K. Dick nos presenta una novela coral, con varios personajes que aparentan ser el protagonista, cada uno en determinado pasaje. Algo que resulta muy enriquecedor, pues provee al lector de diferentes puntos de vista, algunos de los cuales, aunque alejados contextual e ideológicamente, conservan mucha relación. Las escasas pinceladas que se puede permitir en una historia de esta extensión, no muy longeva, son absolutamente suficientes para definir a estos personajes, que tienen nombre y apellidos, nacionalidad, estado civil y casi ideología política, y para generar una empatía, no muy cercana, pero eficaz.

Aunque durante la lectura vamos viajando de un lado para otro -no sólo de costa a costa de los Estados Unidos, sino que llegamos a Suiza, a Sudáfrica o incluso a una apócrifa Unión Soviética-, y vamos rozando muchos planteamientos que no llegan a consolidarse, la idea principal de la novela es la manipulación propagandística. Y hace alarde de ello, al mostrarnos en episodios relativamente intrascendentes cómo se tergiversan vídeos, testimonios de momentos históricos, con actores que luego, casualmente o no, en giros argumentales que sinceramente agradecemos, resultan trascendentes para la trama.

No deja de ser un 1984 pero al Philip K. Dick style. Más pequeñito, menos cruel, menos trascendental, más frívolo.



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(1) El prefijo "super" en este caso significa "encima de", en referencia a la localización geográfica de estos personajes en el globo terrestre. Nada que ver con superpoderes, ni superhombres, ni supermujeres.

sábado, 30 de mayo de 2020

En busca de la inteligencia perdida



Tras una serie de durísimas pruebas, mi compañero 43 y un servidor habíamos sido seleccionados para la misión probablemente más importante de la historia de nuestra civilización. A pesar de que éramos dos paladines anastasianos hechos y derechos, tan suma responsabilidad nos hizo temblar notoriamente los tentáculos inferiores durante los primeros compases del periplo.

La evolución tecnológica en nuestro planeta prácticamente se había detenido, todo lo inventable se había inventado ya y, aunque no acusábamos una excesiva escasez de recursos naturales, nuestros ingenieros más eminentes sí que adolecían de carestía de ideas. 

Por fortuna, el nivel tecnológico de aquella época nos permitía realizar extensos viajes intergalácticos. Habíamos llegado a visitar(1) los planetas más próximos, cuyos moradores eran especímenes muy primitivos; hasta aquel momento no conocíamos la existencia de otra civilización con una inteligencia similar a la nuestra. Nuestro apasionante cometido, el objetivo que transformaba nuestras extremidades en flanes crispulianos, era atravesar el punto más lejano conocido en busca precisamente de una inteligencia que nos complementara y que desatascara el bloqueo creativo de nuestros ilustres pensadores. Si el éxito nos acompañaba, 43 y yo seríamos los protagonistas del primer encuentro con una cultura extranastasiana. 

A priori no se trataba de una misión a ciegas, ni suicida. El comité astronáutico de la CEA -la Confederación Espacial Anastasiana- había localizado en una galaxia denominada Vía Lechosa un planeta con unas condiciones y una evolución que lo convertían en firme candidato a ser habitado por seres con cráneos tan voluminosos como los nuestros.

Con un destino tan distante pero preciso, y con la tecnología más avanzada que se hubiera concebido nunca a nuestra disposición, despegamos con el sexto eclipse del día. Siguiendo el sabio consejo de CIRILO, el ordenador central de la nave, nos introdujimos en las cápsulas criónicas, pensadas para evadirnos del probable tedio de un trayecto de catorce años y cuatro semanas. Antes de cerrar la escotilla, 43 y yo nos miramos, exhibiendo ambos una sonrisa de nariz a nariz por la emoción.



Parecía que tan sólo había transcurrido un segundo cuando desperté. 43 acababa de salir de la cápsula y ya se estaba colocando el segundo calzoncillo. Habían pasado más de catorce años pero seguíamos mostrando una lozanía ejemplar. Tras recuperar la plena consciencia y el equilibrio, y desayunar un tazón de cereales urbicianos que nos supo a gloria, organizamos la agenda. En un par de jornadas llegaríamos a aquel planeta misterioso, tiempo que aprovecharíamos para preparar toda la parafernalia necesaria para nuestra investigación y para ponernos un poquito más nerviosos.

Por fin divisamos el planeta. Mayormente esférico y azulado, su apariencia era muy prometedora. La excitación por el hito ante el que nos encontrábamos crecía paulatinamente, pero debía imponerse el protocolo. Éste lo componían tres pruebas que debíamos realizar desde la nave navegando por la órbita del planeta.

La primera prueba era la crucial; si no se superaba, la misión sería catalogada como fracaso. Consistía en la detección y evaluación del nivel de tecnología de la civilización objetivo. Introdujimos en CIRILO el disquet con el programa y lo ejecutamos. Después de seis horas estrujando algoritmos, nuestro infalible ordenador nos arrojó el terrible resultado: en aquel planeta existía algo remotamente calificable como inteligencia, pero su tecnología era a todas luces obsoleta.

Nuestras órdenes nos obligaban a formalizar las dos pruebas restantes y, decepcionados, abatidos, incluso defraudados, proseguimos con la recopilación de datos. La misión no consistía únicamente en obtener una respuesta afirmativa o negativa, sino también en descubrir y analizar las razones de tal respuesta.

A pesar de todo, la segunda prueba también despertaba cierto interés. Se trataba de establecer algún tipo de comunicación con los habitantes del territorio a visitar. Fueron necesarias otras seis horas, atestadas de gemidos y exabruptos por parte de CIRILO, para alcanzar una nueva conclusión. El registro, tras procesarlo por el traductor del omnipotente ordenador, sólo ofrecía gruñidos y exhalaciones. En ningún caso se podía establecer el patrón de un lenguaje articulado.

Resultaba evidente el descarte de aquel planeta como potencial colaborador, pero era menester la realización del último trámite. El poderosísimo ordenador de la nave podía recopilar toda la información registrada en medios escritos y audiovisuales y ofrecernos un informe sintético sobre los acontecimientos que habían determinado el estatus tecnológico de aquel planeta. Insertamos el último disquet, pulsamos “Enter” y esperamos la réplica de CIRILO.

“Hace 45.003 años, en el año 2020 después de un tal J.C. según la Tierra -que es el ridículo nombre con el que los lugareños conocen a su planeta-, un virus altamente contagioso obligó a prácticamente toda la población mundial a confinarse en sus hogares, suspendiéndose así gran parte de actividades profesionales y recreativas. Cuando la crisis comenzaba a superarse, las autoridades nacionales fueron concediendo a sus ciudadanos ciertas libertades como, entre otras diligencias, la de desplazarse fuera de sus domicilios para realizar práctica deportiva. Los humanos, nombre genérico con el que se conocen entre ellos, formalizaron una simbólica diáspora desde los hogares donde se encontraban recluidos con el fin de practicar lo que ellos consideraban deporte y con lo que la mayoría nunca había tenido contacto anteriormente. El resultado de la combinación de esta súbita liberación y la incongruencia de la mente de los humanos fue tan demoledor que el 99% de la población se lanzó literalmente a las calles a correr, no por necesidad sino por una extraña sensación de placer, y abandonaron el cultivo de la mente. La educación y la investigación cesaron y el progreso de la ciencia se detuvo de manera definitiva.”

Apesadumbrados, 43 y yo programamos el viaje de vuelta y retornamos a las cápsulas criónicas. Instantes antes de activar el hipersueño, no podía dejar de pensar en la situación de aquel planeta azul y casi esférico, y si nos lo hubiéramos encontrado de igual manera si aquel virus de hace más de 45.000 años no hubiera existido. Y que paradójicamente aquel virus, causa y origen de su precaria realidad actual, les había salvado de nuestra… visita.


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(1) En los informes oficiales de la CEA era de obligado uso el eufemismo “visitar” para referirse a la colonización y la aniquilación de la población autóctona.

viernes, 21 de febrero de 2020

El ogro irresponsable


A pesar de todo, estaba convencido de que no pasaría nada.

Porque aquella fatídica mañana, el grillo místico afónico que le servía de despertador y el mastodóntico catoblepas que hacía las veces de transporte público se habían aliado de manera no premeditada para provocar un retraso en la hora de llegada al trabajo de Kliss Stonechewer. Concretamente una dilación de cuatro minutos élficos(1).

Aquel desliz no hubiera supuesto mayor tragedia si el protagonista no hubiese sido Kliss Stonechewer; un ogro con una reputación intachable dentro de la corporación a la que prestaba sus servicios de consultoría de gnomos alopécicos desde hacía más de dos lustros élficos. Porque dentro del oficioso expediente de su popularidad, aparte de la excelencia en el desempeño de sus labores, brillaba con luz propia el hecho de que nunca había caído en las redes de la irresponsabilidad ni había sucumbido a las tentaciones de la procrastinación.

En aquella corporación también trabajaba Krogg Hailsneezer. Era lo que se conoce comúnmente como un tipo simpático. Sin destacar especialmente en sus tareas de auditor de boñigas de gasterópodo, un puesto indudablemente de delicada importancia, su compulsiva locuacidad sin embargo le permitía caer muy simpático entre clientes, compañeros y mandos superiores. Simpatía no gratuita, ya que le suponía un excelente paraguas contra las potenciales represalias para aquellas pequeñas faltas y tropelías profesionales en las que incurría de manera más o menos deliberada. Impuntualidades horarias, faltas de ortografía en mensajes de correo electrónico, eructos ancestrales en el transcurso de una reunión… eran gamberradas que se pasaban por alto, o incluso se jaleaban, por la innata y universal caída en gracia de Krogg Hailsneezer.

Porque la corporación donde trabajaban Kliss y Krogg se podía considerar moderna. El "dress code" era extremadamente laxo y los empleados no estaban obligados a vestir de forma elegante, con calzas de cuero de mamut o corbata de lengua de basilisco, por ejemplo. Las pausas para el café(2) de duración indefinida estaban totalmente naturalizadas e incluso podían tutear a sus responsables directos. Por eso, tanto la impoluta conducta de Kliss como la díscola actitud de Krogg, cada una a su manera, pasaban inadvertidas.

O al menos eso creía Kliss Stonechewer.

El flagrante ejemplo de Krogg Hailsneezer sentaba jurisprudencia en las posibles valoraciones de aquellos nefastos cuatro minutos élficos. Porque Hailsneezer rara vez cumplía un retraso menor a esos cuatro minutos élficos y, en cambio, nadie, ni sus supervisores, ni siquiera los gasterópodos flatulentos con los que trabajaba, se lo recriminaba. Así que Kliss, con la conciencia intranquila por su inaudita felonía pero confiado en que la flexibilidad concedida por la modernidad de su corporación le otorgaría una merecida indulgencia, se incorporó a su puesto de trabajo, dispuesto a dar consejos a gnomos preocupados por el declive de su cabellera como si no hubiera pasado nada.

Pero su inofensiva falta de puntualidad no pasó desapercibida. Lógicamente desacostumbrados, sus compañeros le sometieron a un incómodo interrogatorio acerca de aquellos cuatro minutos élficos, de manera por otro lado absolutamente comprensible. En su ánimo de no querer esgrimir excusas para no mostrar una presunta -pero inexistente- debilidad y/o hipocresía, asumió la culpa y achacó aquella informalidad a una irresponsabilidad imperdonable por su parte.

Desde entonces, su reputación antaño intachable se vio seriamente mermada. Y su popularidad, basada en una profesionalidad y responsabilidad cercanas a la perfección, cayó en picado. Toda una vida de esfuerzo y dedicación, guiada por un prestigio cultivado con esmero, se fue prácticamente al traste por un delito fútil, involuntario y común entre la mayoría de sus colegas.

Como anécdota, unos días más tarde, Krogg Hailsneezer se sacaba un moco delante del Inspector General de Escarabajos Peloteros. Y todos los allí presentes le rieron la gracia con estruendoso jolgorio.

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1) El equivalente a tres minutos, cincuenta y siete segundos humanos.
2) El café más popular era el fabricado por los enanos, con extra de alquitrán.

jueves, 31 de octubre de 2019

sábado, 26 de octubre de 2019

Una diosa revoltosa

Todos los dioses y diosas del Olimpio son muy famosos, reconocibles y, si las oraciones son correctamente pronunciadas, accesibles. O casi todos y todas. Porque hay una diosa relativamente desconocida por ser muy difícil de localizar, ya que siempre anda corriendo de un lugar sagrado para otro. Una celeridad a todas luces estéril, pues el retraso en las citas es un factor mesurable y, por consiguiente y por desgracia para ella, acumulable.

A pesar de su aparente carencia de popularidad, la diosa Festina cuenta paradójicamente con multitud de adeptos. Mortales que, a causa de su devoción, siempre llegan tarde a todos sus compromisos, con independencia de su trascendencia. Entre estos millones de devotos existen varios niveles de fanatismo; los más leves manifiestan su veneración haciendo esperar a sus amigos un período sensiblemente inferior al límite de ruptura de amistad. Los más radicales mezclan religiosidad con cinismo y acuden con un retraso más o menos premeditado a sus obligaciones laborales, esgrimiendo como irrefutable pretexto su extravagante culto.

A los que madrugan no es precisamente Festina quien les ayuda; levantarse temprano está absolutamente prohibido en su culto. En la comunidad del Olimpio, ella misma es la última en levantarse, horas más tarde que por ejemplo Malumiocus, el dios de los chistes malos, lo que le acarrea la imperativa omisión del desayuno y una higiene corporal adecuada -necesaria entre los dioses y diosas únicamente por una cuestión cosmética-.

Entre el resto de dioses y diosas no está bien considerada, es más, está catalogada como maligna, ya que sus predicaciones conducen a sus mortales seguidores a cometer torpezas continuamente, e incluso fechorías. Actos tan reprobables como saltarse semáforos, empujar abuelitas, hacer perder el tiempo al prójimo y un largo etcétera están a la orden del día gracias a -la oficialmente malvada- diosa Festina, quien dispone además de un ejército de sacerdotisas, denominadas las prisas, que propagan su mensaje de caos y desorden descontrolado subyacente.

Para mantener determinado equilibrio, el cual funciona como los engranajes que permiten el transcurso de la Historia de la Humanidad sin accidentes de naturaleza cuántica, la Providencia ha procurado otro dios, muchísimo más austero y humilde y con una legión de seguidores infinitamente menor que Festina, conocido como Lente.

Lente es infaliblemente el primero en levantarse cada mañana en el Olimpio. Lo hace incluso antes que Galliclamore, el dios despertador (también considerado maligno por motivos obvios). Tanto él como sus feligreses compensan la pérdida de tiempo de los festinianos en el Universo aportando sus propios minutos, incluso horas, al acudir con excesiva (y terriblemente extrema) antelación a sus convocatorias. Gracias a ellos se produce ese necesario equilibrio, caprichoso e ineficiente, y no exento de cierto conflicto entre los partidarios de derrochar el tiempo ajeno y los de invertir el propio en depósitos sin rédito alguno.

Profetas y vaticinadores auguran que en el Armagedón del mes que viene se producirá la esperada batalla final entre Lente y Festina, que decidirá un reparto más eficiente del tiempo ocioso de los mortales. Una batalla cuyo resultado tendrá enormes repercusiones en la vida cotidiana de los humanos y en la de la mayoría de dioses. Y diosas.

sábado, 19 de octubre de 2019

El Guasón


Actualmente, cuando opinamos sobre una película, o sobre un libro, o sobre cualquier otro tipo de obra, no nos basamos en el análisis, sino en la comparación. Probablemente siempre haya sido así, de manera más o menos inconsciente, pero en este punto de nuestra evolución cultural es mucho más acusado, ya que acumulamos un bagaje tal que nos conduce a encontrar, casi sin pretenderlo y por una cuestión estadística, referencias en obras anteriores cuando consumimos algún producto recién salido del horno.

Limitándonos al cine -pero, como he dicho, es algo extrapolable al resto de manifestaciones culturales-, cada año se hacen más películas, que se van acumulando en nuestra memoria y en nuestra estantería porque se suman a las anteriores, las clásicas que han perdurado en el tiempo y que por suerte son fácilmente conservables con los medios actuales. Y cada año tenemos a nuestra disposición más elementos con los que comparar con puntería relativa cualquier cosa que veamos.

Ahora no solemos afirmar si una película es buena o mala. Decimos que es mejor o peor que otra; de la misma saga, del mismo director, del mismo actor... Es comprensible, porque en definitiva supone una crítica rápida, directa y asequible para el receptor -siempre y cuando éste conozca las alusiones-. Por otro lado, las comparaciones provocan algo con mucho éxito en esta era de las redes sociales: controversia. Generalmente son de baja intensidad y su más nefasta consecuencia suele ser el unfollow o el block, pero llama la atención el aparente fanatismo con el que se defiende la referencia favorita de las dos que se encuentren en liza.

He utilizado esta humilde reflexión a modo de preámbulo de este (humilde también) artículo sobre la película Joker (Todd Phillips, 2019). Siendo menos esperpéntico que el debate sobre quién ha sido el mejor Batman en el cine, las (in)evitables comparaciones con jokers anteriores han supuesto una fina cortina de humo en forma de crítica barata sobre una obra que tiene mucho más que ofrecer que el mero histrionismo de un cuarentón perturbado que se disfraza de payaso.

Entendería el debate sobre, por ejemplo, Drácula, James Bond o Sherlock Holmes, personajes de larga trayectoria y que han sido interpretados por múltiples actores, con una solidez contrastada en (casi) cada una de esas interpretaciones. Pero... Batman? Realmente invertimos nuestra saliva virtual en comparar a Michael Keaton con Ben Affleck? Con el Joker pasa algo relativamente distinto, pero igualmente estéril, porque, siendo honestos, comparable al personaje que retrata Joaquin Phoenix únicamente sería el de Heath Ledger en El Caballero Oscuro. Pero este afán de búsqueda de símiles no se detiene con el célebre personaje de cómic, villano del hombre murciélago; también se ha planteado extensamente la poco descabellada equiparación con Travis Bickle, por ejemplo.

Una vez superados estos párrafos liberadores del estigma de las comparaciones, cuya única intención era la de reivindicar la valoración de un producto por sí mismo, procedo a comentar mis humildes impresiones sobre la película de Phillips. A pesar de tratarse de un producto de Warner-DC, las expectativas eran -insólitamente, dados los precedentes- altas. Las excelentes y unánimes opiniones leídas en la previa generaban el temor a un "no-era-para-tanto" antológico. Porque salvo gloriosas excepciones, esta sobreexpectación desmesurada no suele acarrear un feliz desenlace.

Con este sentimiento de contención visionamos los primeros minutos, con interés y con el runrún de los premios cosechados en un festival como el de Venecia -que nos suele dar igual pero no dejamos de ser conscientes de que estos certámenes sirven para generar opiniones-, y, de repente, sin apenas darnos cuenta, pasamos de un estado contemplativo a un conato de empatía con un ser miserable y desgraciado; empatía que va creciendo de manera inexorable a lo largo del metraje.

Esta evolución de nuestros sentimientos transcurre en paralelo a la evolución del personaje de Arthur Fleck, así como gran parte de culpa de nuestra inmersión en película y personaje la tiene la magnífica interpretación de Joaquin Phoenix. Con el asunto los Óscars soy muy escéptico; aunque el año que viene se haya adelantado la ceremonia, la mayor parte de películas que recibirán nominaciones prácticamente ni conocemos su existencia, así que la abstención para la proclamación de su candidatura es absoluta.

Arthur Fleck tiene varios, muchos, problemas psiquiátricos. Pero en cierto modo, y a pesar del mundo que le rodea, una ciudad de Gotham que le oprime y le apalea -también en sentido literal-, mantiene cierto equilibrio en su vida. Gracias a unos frágiles servicios sociales, a la responsabilidad con su anciana madre y a su aspiración vital de convertirse en cómico consigue conservar el estatus de buena persona. Pero estos tres pilares, muy finos para cualquier persona pero estratégicamente colocados para el bueno de Arthur, se van desmoronando poco a poco.

La atención que le dispensaban los servicios sociales posiblemente no serían de los más académicos y productivos que hayamos visto, pero sí le proporcionaban a su organismo una química redentora; los recortes de fondos a estos departamentos estatales/municipales -responsabilidad de Thomas Wayne?- fulminan este suministro imprescindible para la estabilidad mental y vital de Fleck.

Su segundo eje, su madre, también se tuerce drásticamente con un vaivén de revelaciones ante el cual ignoramos cómo reacciona la mente de Arthur, pero que a los espectadores nos marea entre un sentimiento de estupefacción y, por qué no confesarlo, posterior alivio. Al darse cuenta de que su vida hasta hace unos días había sido una farsa, y que su vida durante los últimos días había sido otra farsa, Arthur se siente traicionado y actúa en consecuencia.

Sus entrañables pinitos como monologuista, conductores más de compasión que de hilaridad, son cruelmente devastados cuando Murray Franklin (interpretado por Bobby De Niro), el presentador de televisión más célebre del momento, lo humilla durante el programa a través de la emisión de una grabación de su hasta entonces única (y patética) actuación. La réplica de Arthur al final de la película, maquillada de una sospechosa candidez inicial, es tan brutal que confirma el cambio de talante del muchacho.

Pese a conocer donde va a terminar este viaje psicológico del personaje (SPOILER: se convierte en El Joker), el trayecto es muy sutil, incluso con sus baches y socavones. No obstante, hay un punto de inflexión en la historia -cuando comete su primer (triple) crimen- que nos muestra que, por muy difícil que parezca, nuestro timorato protagonista puede llegar a convertirse en el archienemigo de Batman. Y le muestra al futuro Joker que hacer el mal puede llegar a ser bueno.

Porque giros y sobresaltos que ayudan a romper la planicidad de la trama hay unos cuantos. Y algunos de ellos se basan en engaños posteriormente desenmascarados de manera entre abrupta e indulgente. Por ejemplo, la estupefacción ante la posibilidad de que el Joker y Batman fueran hermanastros generaba una incomodidad tan morbosa que, a su vez, provocaba incredulidad ante su desmentido. También sorprendía que un perdedor desequilibrado como Arthur Fleck tuviera una novia guapa, educada y responsable; la revelación de que sólo estaba haciendo un Tyler Durden nos podía hacer sentir un pelín ingenuos.

En Gotham City todo es exagerado, pero aun así pecamos conscientemente de credulidad. La excepción es la evolución -paralela al personaje- del trasfondo social y político de la ciudad. Es útil, incluso imprescindible, para la trama y para el génesis de la figura del líder criminal que es el Joker, pero cuesta creer que un crimen, de los innumerables que deben sucederse en esa ciudad tan conflictiva, aunque se haya cometido sobre miembros de las castas superiores de esa sociedad salpicada por la injusticia, genere una reacción colectiva tan unánime y radical. O tal vez sea una mera ilustración de la crisis social y la decadencia de Gotham, exhibida de forma excelente en unos escenarios elegantemente sucios y decrépitos.

No voy a recomendar Joker a través de este artículo porque quienes hayan llegado a este párrafo ya la habrán visto. O eso espero, porque se ha colado algún que otro spoiler. Pero fuera de estas líneas la voy a recomendar fervientemente. Porque transmite, hace reflexionar, emociona, no deja indiferente y, lo más importante, entretiene. Aparte del objetivo primordial del cine, la diversión, nos genera unos sentimientos de insólita empatía hacia uno de los villanos más despiadados de la cultura contemporánea, lo que hace muy complicada su inserción en las futuras películas de Batman, por el conflicto de simpatías que tendría el espectador. Pero ahí estará, no lo dudo. Y supondrá todo un reto para Warner-DC. Mis dedos ya están cruzados.





P.S. Ahora que no me lee nadie: Phoenix > Ledger.

sábado, 21 de septiembre de 2019

sábado, 18 de mayo de 2019

El crepúsculo del insólito antihéroe

El ocaso de Timothy Perhaps, el hombre más poderoso del mundo, comenzó el día más inesperado. Considerado el ejemplar masculino más bello del planeta, oficioso galardón obtenido en los recientes cinco años de manera consecutiva, también amasaba una fortuna inigualable gracias a su enorme inteligencia, su destreza en los negocios y a una diosa fortuna que siempre le acompañaba. Su perfección llegaba a tal extremo que la posible envidia que pudiera causar su privilegiada situación había sido sustituida por un respeto sincero y una admiración infinita. Rico, inteligente, guapo, famoso. No tenía ningún defecto. Aparentemente.

Había nacido y vivido los 30 años que constituían su edad en California, siempre en San Francisco. Sin apenas conocerla, no le gustaba la ciudad de Los Ángeles. Es más, era incapaz de visitarla; cada vez que se acercaba, o leía un letrero con su nombre, se ponía enfermo. Era como una especie de alergia. En cambio, en otras ciudades relativamente cercanas que frecuentaba, como Las Vegas o Sacramento, gozaba de una salud de hierro.

Se consideraba tan invulnerable que nunca había acudido a un especialista en medicina. Como mucho se había dejado examinar por algún terapeuta para que le recomendara trucos para el mantenimiento impoluto de su cutis digno de Adonis o ejercicios para que sus abdominales parecieran diseñadas por el más prolijo de los delineantes. A pesar de todo, si existía algo que le inquietara en su vida colmada de perfecciones era aquella extraña alergia a una ciudad.

Así que, cuando más por tedio que por preocupación decidió ir al médico, sus dolencias se reactivaron. Y cuando el doctor se atrevió a confesar su incapacidad de ofrecer un diagnóstico, las tripas de Timothy Perhaps dieron un vuelco absoluto. Se sentía como aquella vez en que quiso comprarse una cámara fotográfica. O cuando veía fotos del Discóbolo de Mirón o la Pirámide de Keops.

Le había atendido el que probablemente era el profesional de la medicina más prestigioso de los Estados Unidos; sin embargo su pronóstico había sido nefasto para el bello Timothy. Se sentía peor que antes, peor que nunca. Ya no se trataba de la fobia a una ciudad; los síntomas de aquella inexplicable enfermedad le atormentaban. No podía caminar rápido, pero sí deprisa. En pleno verano dormía con mantas porque las sábanas le producían urticaria. Los gorriones, los jilgueros, incluso las urracas le gustaban; hasta podía tolerar a los terribles periquitos, pero los pájaros, en general, le provocaban náuseas. En semejante espiral de destrucción, sus propias náuseas le provocaban náuseas.

Comenzó a recordar leves alteraciones en su vida perfecta que resultaban coherentes con lo que le estaba sucediendo. Como aquella vez que en un restaurante se atrevió a pedir steak tartar en castellano. O cuando se encontró con un intrépido sátiro en el ático de la Perhaps Tower, que le provocó serias lesiones en estómago, páncreas e hígado.

Toda esta ráfaga de despropósitos le generó un enérgico desánimo. Exánime, su apolíneo aspecto se había tornado decrépito. Porque su vida de éxito y éxtasis había sido efímera; se había transformado, paradójicamente, en una esdrújula catástrofe.

sábado, 23 de febrero de 2019

El vagón

La historia narrada a continuación pasó hace apenas dos horas, pero que según como se mire sucedió hace décadas. Y comenzó con una situación de lo más cotidiana...

Siempre me he considerado un privilegiado por no tener la obligatoria costumbre de utilizar el transporte público. Lo que implica que tampoco tenga la necesaria costumbre de correr hacía un vagón de metro que esté a punto de abandonar el andén. Pero aquella noche de jueves invitaba a que la espera entre un tren y el siguiente fuera tediosamente larga, circunstancia que se alió con las ganas de volver pronto a casa. Así que, con la nocturnidad como aliada en la misión de evitar la humillación de exhibir mi paupérrima forma física, corrí con toda la dignidad que me permitían unos zapatos de un par de días de antigüedad y me introduje en el vagón dos décimas de segundo antes de que comenzaran a cerrarse las puertas.

Mi entrada no fue todo lo triunfal que tan titánico esfuerzo merecía. Un tipo corpulento, de camisa verde desabrochada y melena extraña, me obstruía el paso y no tuve más remedio que empujarlo levemente. Por fortuna su respuesta se limitó a un breve gruñido y no tuve que demorar con discusiones absurdas la tarea de buscar un rincón donde pasar los siguientes tres minutos de viaje de la manera más confortable posible.

Porque sólo me quedaba una parada por delante. Siguiendo una arrebatadora estadística, los transbordos en las líneas del metro te juegan malas pasadas y te fuerzan a invertir más tiempo recorriendo andenes, pasillos y escaleras entre líneas que dentro del propio tren. Un incentivo claro para prescindir de este medio de transporte y acelerar el envejecimiento de la suela de los zapatos.

A pesar de la abundancia de asientos libres, decidí realizar de pie mi pasatiempo favorito en estas situaciones: diseccionar, de una manera medio veleidosa, medio quirúrgica, al resto del pasaje. Por fortuna para mi innata misantropía y por desgracia para mis lúdicas necesidades, a aquella hora el vagón se encontraba prácticamente vacío y sólo pude contabilizar cinco individuos más.

El pasajero que sin duda llamaba más la atención, por lo menos para mi lasciva mirada, era una mujer escultural, de sinuosa silueta, que optaba como yo a no depositar sus nalgas en los impredecibles asientos del vagón y que desentonaba demasiado en aquel ambiente en las antípodas del glamour. Mis ojos recorrieron disimuladamente sus curvas a modo de ingenuo escáner, hasta que se detuvieron abruptamente en una minúscula verruga que brotaba de la punta de su perfecta nariz. Con gran injusticia porque apenas era perceptible, aquel corpúsculo en el centro de su bello rostro suponía un borrón en una auténtica obra de arte.

A continuación inspeccioné al caballero que se encontraba nerviosamente sentado en un asiento a la izquierda de aquella voluptuosa señorita. Tenía el aspecto del típico doctor chiflado, con zapatos descuartizados y cordones deshechos, un traje gris desgastado y una pajarita púrpura que culminaba cual guinda la parafernalia de su atuendo; su estilo no era admirable pero sí coherente. Pero lo que le convertía en un sujeto digno de intriga era la bolsa de deporte que colgaba de sus manos cansadas, totalmente negra y con forma de bola de bolos. Una pesada esfera, contundente y deportiva, hubiera sido el inquilino más probable de aquel recipiente, pero todo indicaba que no era así. Sobre todo porque parecía que algo se movía en su interior.

A la izquierda del doctor chiflado, más allá del hueco impuesto por dos asientos vacíos, reposaba sus metálicas posaderas un viejo androide, de aquellos a los que la obsolescencia se le reflejaba en los oxidados circuitos que daban forma a sus rostros. Parecía estar sumergido en una somnolencia a modo de stand by de la cual con total seguridad despertaría cuando anunciaran su estación por la megafonía interna del vagón.

A mi lado se encontraba todavía el cachas melenudo que me había dificultado el acceso. En aquel esperpéntico encuentro inicial no me había percatado de lo feo que era. Y lo más inquietante era que, cada segundo que pasaba, los rasgos de su cara se constreñían ligeramente, dándole una apariencia más terrorífica aún. Por suerte dejaría aquel vagón en breve y evitaría conocer el desenlace de la metamorfosis y la definitiva manifestación de su extrema fealdad.

A mi otro lado, sentado justo enfrente del taciturno robot, había un dandy engominado, de traje carísimo y corbata de lunares, la cual no se había permitido el lujo de aflojar a pesar de que probablemente su jornada laboral ya hacía horas que había concluido. Así como el sujeto de mi izquierda era quizás el más feo que había visto nunca, el tipo de la corbata de lunares poseía la cara de peores pulgas de la ciudad. Me devolvió la mirada con un instinto asesino que los lóbulos de mis orejas se estremecieron.

Pese a la escasa afluencia de pasajeros, con aquel maleducado escrutinio conseguí mi propósito y resulté entretenido durante los teóricos tres minutos de viaje. Mi parada sin duda debía de estar cerca. Consulté mi reloj de pulsera y extrañamente sólo había transcurrido, más o menos, un minuto y medio. Probablemente las ganas de llegar a casa habían ralentizado el tiempo; es lo que sucede cada vez que esperas con avidez la sucesión de un evento. El tren circulaba a la velocidad acostumbrada, al menos ésa era la sensación, y no se habían producido paradas inesperadas. Así que aquel alargamiento del tiempo se trataba obviamente de una experiencia subjetiva.

Al cabo de (muchos) segundos, volví a mirar mi reloj. Mostraba la misma hora que en la vez anterior. En un primer momento pensé en un nuevo contratiempo, mi viejo reloj se había parado, pero al observar la inquietud del resto del pasaje me di cuenta de que allí estaba pasando algo más; más extraño que una percepción personal del paso del tiempo o la avería de un reloj de pulsera.

El tren circulaba en todo momento a través de la oscuridad, era imposible que hubiera atravesado alguna estación sin detenerse sin que nos hubiéramos dado cuenta. La exuberante señorita me miró con el fin de compartir conmigo su perplejidad. Yo, tras 1,6 segundos concentrado en su verruga, le devolví la mirada, levantando las cejas y arrugando la barbilla. Tanto el yuppie como el musculoso de la camisa verde también comenzaban a ponerse nerviosos. Rompimos el hielo y la desconfianza y revelamos, con tremenda y colectiva estupefacción, que a todos se nos había parado el reloj y que nuestros teléfonos móviles estaban encendidos pero inservibles, como congelados.

El tiempo pasaba y la anunciada próxima estación no llegaba. Sólo el presunto científico y el robot andrajoso permanecían impertérritos; uno seguía concentrado en su sospechosa bolsa de deporte y el otro no acababa de encenderse. Pero su letargo, al menos el del científico, no se prolongaría mucho más. El poco agraciado musculitos soltó una especie de estruendoso aullido. En ese momento me fijé en su cara, totalmente desfigurada; sus orejas eran más puntiagudas de lo normal y en sus manos había brotado un vello inusitado. Provocaba auténtico pavor.

Poco tardamos en darnos cuenta de que estaba tan asustado como nosotros. Porque del desconcierto inicial habíamos pasado directamente al pánico. El tren seguía avanzando a una velocidad constante, sin encontrar ningún motivo para detenerse. Las puertas que separaban los vagones estaban bloqueadas y era inconcebible intentar abrir las laterales de acceso. El ejecutivo agresivo recurrió a una de nuestras escasas tablas de salvación accionando el freno de emergencia, pero no funcionó en absoluto.

Cómo habían podido desaparecer las estaciones? El tren no circulaba a tanta velocidad como para hacer inapreciable su aparición. Pero a través de las ventanas sólo contemplábamos las paredes de un túnel interminable. La bella verrugosa, el hombre feo, el yuppie y un servidor dedicamos unos instantes a elaborar estrambóticas teorías. La más plausible fue que habíamos sido víctimas de un secuestro y nuestros captores nos estaban conduciendo a través de un túnel secreto a un zulo donde nos retendrían a cambio de una suculenta recompensa. Si estábamos en lo cierto, tarde o temprano recibiríamos la terrible confirmación.

Me tapé la cara con las manos; estaba atrapado en aquel vagón sin frenos, ignorante de mi destino, con cinco individuos a cual de ellos más estrafalario.

Pasaron incontables minutos, calculados a ojo en ausencia de relojes funcionales, el tren seguía sin detenerse y el paisaje inalterable. En el interior del vagón el ambiente era cada vez más tenso, no teníamos noticias del exterior por parte de presuntos secuestradores y empezamos a contemplar la posibilidad de que el origen de todo no estuviera fuera, sino dentro. Teniendo en cuenta que el robot estaba dormido, el ejecutivo lucía unas exonerantes aureolas axilares, la verruga de la top model latía con más vehemencia que su corazón, el peludo inquilino transpiraba cataratas de aminoácidos, y que yo estaba simplemente acojonado, el centro de atención se situó en el incomprensiblemente impasible doctor chiflado, más pendiente de su extravagante bolsa de deporte que de los propios acontecimientos.

Sin duda fue la empatía de tantas horas de cautiverio lo que provocó la compenetración con la que los cuatro pasajeros oficialmente despiertos dirigimos nuestras miradas y nuestras sospechas hacia aquel presuntamente inofensivo individuo. Aquella bolsa tan celosamente guardada, de forma y comportamiento tan inexplicable, tendría forzosamente que ser la explicación de nuestra situación. La cordura se extinguía por momentos, pero, agonizante, aún estaba presente en aquel lugar y, blandiéndola como último recurso, fue como acometimos el primer intento de acceder a aquella bolsa, mientras el aparentemente enclenque científico se defendía, resistiéndose a desvelar su contenido con uñas, dientes y plumas estilográficas. Precisamente fue durante el forcejeo entre la inferioridad del doctor por un lado, y la superioridad del hombre feo y un servidor por el otro, cuando sucedió algo que turbó la tensa inactividad de las últimas horas. El timbre de un teléfono móvil sonó.

Si el tiempo ya parecía estar detenido, en aquel momento se detuvo aún más. Todos nos quedamos inertes, hieráticos, paradójicamente estupefactos ante una situación cotidiana que rompía la incoherencia de aquel entorno tan surrealista. La misión de descubrir qué escondía la bolsa del científico quedó abortada. Lo que importaba era aquel mensaje del mundo exterior que habíamos recibido.

Era el teléfono del yuppie. Nervioso, sudoroso hasta límites inexplorados por la civilización humana, descolgó como si de un teléfono fijo ciberpunk se tratara. El número que mostraba la pantalla era irreconocible. Nadie contestó.

Ese hombre, hasta aquel momento tan mustio como un cardo podrido y tan engreído como un junco desafiante a las débiles brisas de las marismas, se derrumbó. En un inusitado ejercicio de sincera locuacidad nos contó que se llamaba Arnold Mondayface y que trabajaba en una importante empresa financiera, de ésas que no tienen contacto con la economía real y lo único que hacen es mover cifras nominales de un sitio para otro. Se ganaba bien la vida, pero él en su vida no había ganado.

Su pagano pragmatismo le había ayudado a llegar a la conclusión de que el tren realmente no se movía. Las leyes de la física dictaban celosamente en contra de su teoría, pero su desesperación, condimentada con severas dosis de histerismo, le empujó a proferir un alarido aun mayor que el aullido con el que el peludo hombre feo había obsequiado a nuestros tímpanos unas horas antes. Además, aunque a aquellas alturas empezábamos a acostumbrarnos a la presencia de fenómenos imposibles, nos sorprendió que dos greñas rebeldes brotaran de la fronda de su cabellera y provocaran el hecho inaudito de que el impoluto caballero procediera al vil acto de despeinarse. Fuera de sí, con el rostro rojo como un semáforo nihilista con hemorroides y los ojos casi tan fuera de las órbitas que temíamos por la continuidad de sendos nervios ópticos, abrió una de las ventanas y asomó la cabeza a través de ella. Tenía que comprobar que, efectivamente, aquel maldito vagón no se estaba moviendo.

Y como ya sucedió con la desconcertante llamada perdida anterior, otra travesura tecnológica cambió drásticamente el rumbo de los acontecimientos. Las luces en el interior del vagón se apagaron durante unos segundos... el tiempo suficiente para que el señor Mondayface pudiera desaparecer sin despedirse.

El hueco de la ventana era suficiente amplio como para que la totalidad de los michelines de Mondayface la atravesaran; sin embargo, se hacía muy raro pensar que la determinación de arrojarse a un suicidio -probable, dada la dramática existencia del sujeto, pero tan esperpéntico- coincidiera con un apagón dudosamente programado.

Tras inspeccionar escrupulosamente el recinto durante muchos, muchos minutos, así, a ojo, sin hallar más evidencias de la anatomía del otrora antipático ejecutivo, los tres seres aún racionales que aún permanecíamos allí acordamos un período de reflexión. El tren seguía desplazándose hacia adelante, a la velocidad prevista, y el paisaje, así como los dos sujetos impasibles del vagón, continuaba invariable. Aquellos sujetos probablemente no eran conscientes de que con tal impasibilidad corrían el riesgo de convertirse en los principales sospechosos de causar el extraño fenómeno que indefectiblemente nos ocupaba, pero en caso de que lo barruntaran no parecía preocuparles, ni a al doctor ni al robot. Entre otras cosas porque sí eran plenamente conscientes de que, en caso de que uno de ellos fuera el responsable del desaguisado, ni el bruto de la camisa verde, ni la top model de la verruga, ni un servidor, seríamos capaces de desenmascararlo(s). Y si era eso lo que pensaba uno de los dos, o incluso los dos, no les faltaba ni un ápice de razón.

Aburrido y trastornado, el hombre rudo de la camisa verde, de rostro desfigurado y vello hasta en las palmas de las manos, decidió dejar a un lado su aversión a los clichés sociales y contarnos su historia, que incluía entre otras cosas que se llamaba Roland Lacombe y que era nada menos que un hombre lobo. Una especie oficialmente extinguida y que no formaba parte de otra cosa que no fuera mera leyenda. Si la mayoría de nosotros nos encontrábamos desubicados, sin explicación a lo que sucedía dentro y fuera del vagón, él lo estaba y sufría muchísimo más, puesto que su aspecto extraño y deforme se debía a que, justo a la hora en la que el metro abandonaba la última estación que habíamos conocido, comenzaría su transformación en licántropo. Dicha metamorfosis se había detenido, por las mismas enigmáticas razones por las que los relojes no avanzaban o la siguiente estación nunca llegaba.

La bella señorita tomó el testigo en la ronda de confesiones, eso sí, a cuentagotas. Su insaciable coquetería la limitó a revelar únicamente que su nombre era Wilma Bubblemint y que su edad era una cifra sorprendente. Ni el señor barbudo ni un servidor osamos indagar más en su biografía, más forzados por la situación que por ausencia de una curiosidad morbosa. Y fue precisamente la curiosidad lo que, transcurridos unos segundos de solemne silencio, impulsó a la señorita Bubblemint, tras recordar al señor Mondayface y su incomprensible desaparición, a emularlo fugazmente y asomar, durante un segundo, la cabeza fuera de la ventana que tenía más cercana. El sobresalto por la evaporación del yuppie despeinado fue elevado pero fue superado con creces cuando el cuello de la chica devolvió cráneo y envoltorio al interior del vagón.

Su rostro había envejecido prácticamente un siglo; la imagen de un cuerpo joven y escultural con la cabeza de un esqueleto era dantesca. Toda la vitalidad que irradiaba la muchacha se esfumó y falleció, instantánea y técnicamente, de vieja.

Las reacciones del pasaje que aún quedaba dentro de aquel tren mortífero fueron de lo más variopintas: yo me quedé completamente congelado, sin capacidad alguna de interacción con el entorno; el robot permanecía impávido en su perenne letargo; el presunto doctor mostraba síntomas de nerviosismo y delatoras gotas de sudor comenzaban a deslizarse por sus sienes, lo que no impedía que siguiera aferrándose a su bolsa como un hóbbit corrupto a su anillo; y Lacombe, casi literalmente, explotó.

Nadie llega a ser realmente consciente del dolor infinito que supone una metamorfosis de hombre a lobo si no se es uno de ellos. Y Rolando Lacombe era presa de ese sufrimiento estratosférico de manera permanente y, lo que era peor, ignorante de cuándo la agonía tocaría a su fin. La mezcla de incertidumbre y estupefacción por el rumbo de aquel ingobernable vagón, unida a las muertes de Mondayface y la señorita Bubblemint arrojaban poco optimismo al desenlace. Por eso rogó, suplicó, imploró, que si algún alma caritativa aún permanecía en aquel siniestro vagón pusiera fin a aquella tortura inconmensurable. Yo, en mi estado catatónico, era incapaz de mover un músculo, y mucho menos de pensar en alguna manera de ejecutar a sangre fría a un ser vivo. El científico chiflado optó por exhibir una voluntad indisimulada de obviar lo que sus sentidos le reclamaban como justificación de su inacción. Mientras tanto, en esta tensa espera, cada milésima de segundo suponía para el licántropo un suplicio indecible.

La tensión extrema que se respiraba se vio truncada con un nuevo giro de los acontecimientos. De repente, el viejo androide en-presunto-modo-de-reposo sacó un trabuco láser de no sé sabe dónde y ajustició al hombre lobo. Literalmente lo pulverizó, así como a la teoría de que sólo las balas de plata acaban con la vida de estos mutantes legendarios.

De nuevo necesité unos minutos para asimilar lo que acababa de suceder. Huelga decir que en ese intervalo de tiempo el tren tampoco alcanzó mi estación, por lo que mis problemas, una vez más y de momento, no los había solucionado Maese Tiempo.

Nunca pensé que describir el paisaje en el que me encontraba con la frívola expresión de panorama desolador me produjese tanto desasosiego. A la incertidumbre de conocer el final, si existía, de aquel trayecto se sumaba la purga que se estaba produciendo de pasajeros que morían de manera a cuál más cruel. Además, sólo quedábamos tres, y uno de ellos era un robot insensible y, presuntamente, sin consciencia, lo que le convertía en la víctima menos apetecible para el sádico marionetista que controlaba nuestros destinos.

Qué estaba pasando realmente? A aquellas alturas resultaba demasiado obvio que no éramos víctimas de un secuestro; y que tampoco se trataba de un fallo técnico de las instalaciones. Y si simplemente se limitara a una percepción subjetiva y todo fuera una ilusión, una alucinación, un sueño? Un sueño muy real, y diabólicamente largo.

Cuando pude recuperar la concentración, observé al androide. Unos minutos antes acababa de realizar el primer movimiento desde que fui consciente de su presencia, cuando entré en aquel tren infernal hacía ya horas. Me quedé mirándolo fijamente, intentando localizar la más mínima vibración que delatase que su hibernación era fingida. Puedo decir que esa suspicaz curiosidad fue la que me salvó la vida. O la vida tal y como la conocía.

No pude evitar fijarme en que la luz de los pilotos repartidos estratégicamente -o caprichosamente- por toda su anatomía ofrecían un fulgor notablemente más apagado. Su cuerpo comenzó a temblar, cada vez más deprisa, mientras saltaban chispas de todas sus articulaciones. La extraña magia de aquel vagón de metro había paralizado la transformación orgánica de un hombre lobo, pero no había conseguido detener el deterioro de la máquina.

"He fra-ca-sa-do". De pronto se escucharon esas palabras desde la megafonía del vagón. La ilógica de su semántica frustraba cualquier atisbo de esperanza que pudiera aportar la cotidianidad de un presunto mensaje desde el exterior.

No tardé en darme cuenta de que no era un agente externo el que intentaba transmitirnos con sumo desacierto su preocupación por nuestra seguridad ante puertas correderas, escalones o carteristas. La voz provenía del último aliento de nuestro compañero de pasaje, el androide moribundo, quien, en un acto de inusitada generosidad pre mortem, nos acabó liberando de aquella prisión móvil y nos relató todo lo que había causado nuestro cautiverio en una especie de prefacio a su epitafio.

Se llamaba Makharius-14 y era el último ejemplar de su especie. Tan obsoleto -él utilizó el término exclusivo- era que los materiales en los que se basaba su batería, su única fuente de energía, hacía años que se habían extinguido y sustituido por otros más sostenibles pero totalmente incompatibles con su modelo. A pesar de su indudable obsolescencia, su IA era muy avanzada y había llegado a adquirir consciencia de su propia existencia, lo que le procuraba pánico a la muerte/desguace y un instinto de supervivencia casi humano. En los últimos meses había estado estudiando múltiples versiones de la teoría de cuerdas, progresando a una velocidad tal que había conseguido reproducir un modesto agujero de gusano. Su objetivo era encontrar la manera de detener indefinidamente el tiempo, de poder vivir para siempre. Y ese agujero de gusano lo había construido en un túnel del metro, justo entre la parada donde yo me subí aquella noche de jueves y la parada más cercana a mi casa.

Ese jueves, cuando apenas le quedaba una barrita de batería, puso en práctica su experimento, su plan desesperado. Y casi le salió bien. Manteniéndose en stand by para conservar el máximo de energía, manipuló el tren, conduciéndolo al agujero de gusano y consiguió detener el tiempo, los relojes, los teléfonos móviles, incluso la transformación de un licántropo. Pero no contaba con que los materiales extintos de los que se componía su organismo jugaban bajo otras normas. Para él sí transcurría el tiempo.

Nos confesó al doctor y a mí, no sin pesar, que tuvo que sacrificar al señor Mondayface para mantener su coartada. Conectándose a la instalación eléctrica del tren, de la misma manera que a la megafonía como nos había mostrado minutos antes y a la propia dirección que nos condujo al agujero de gusano, manipuló su teléfono móvil en un primer momento y posteriormente provocó un apagón y aprovechó la alevosía de la oscuridad para arrojar al ejecutivo por la ventana. Del compasivo asesinato del señor Lacombe fuimos testigos y nos aseguró, y le creímos, que de la muerte de la señorita Bubblemint no tuvo nada que ver.

Tras su penitente revelación, su último gesto fue redireccionar el tren, sacarlo de aquel bucle cuántico y conducirlo, por fin, a la siguiente estación.

Cuando se abrieron las puertas, en el vagón sólo quedaba un robot con una batería agotada y difícilmente restaurable; el cadáver hecho fosfatina de un hombre lobo; un cráneo de bruja pegado a un cuerpo exuberante pero inerte; y un servidor. Porque el doctor chiflado, como si para él sólo hubieran transcurrido los tres minutos protocolarios entre estación y estación, salió despavorido en cuanto se abrieron las puertas. Nunca más volví a saber de él. Ni supe cuál era el contenido de aquella enigmática bolsa de bolos.

Salí por fin de aquel metro, exhausto, tenso por los momentos vividos pero relajado porque todo había terminado. Sin embargo, lo que me encontré en la estación no mitigó la inquietud experimentada en las últimas horas.

Todo estaba distinto. La decoración era completamente diferente, futurista como en las películas de ciencia-ficción de los años 70. Incluso el nombre de la estación había cambiado, ahora se llamaba Steven Spielberg. En un primer momento pensé que podría tratarse de una estratagema comercial de promoción de su próxima película, pero al subir las escaleras y salir al exterior lo entendí todo.

La estación se llamaba así en memoria del famoso director fallecido hacía unos años. En la calle no había semáforos pues, como todo el mundo se desplazaba en bicicleta o patinete y, como para esos vehículos los semáforos suponían un mero adorno, éstos se acabaron extinguiendo. La gente vestía la moda de los años 90 y los restaurantes eran mayoritariamente vegetarianos. Como se suele hacer en estos casos, me acerqué a una papelera y escarbé en busca de un periódico del día, o del día anterior. O del mes anterior, daba lo mismo. Tenía una terrible intuición y sólo deseaba conocer el año en el que me encontraba. Al final encontré un panfleto de una organización religiosa que seguía recurriendo para su proselitismo al atávico método de la saturación por acumulación de papel que me informó de la fecha aproximada.

Tuve que retener a mis ojos para que no se salieran de sus órbitas. Aquel panfleto anunciaba un evento 184 años más tarde de cuando me subí a aquel fatídico vagón. Un trayecto de tres minutos, que para nosotros, los pasajeros, fueron dos, tres horas, en el mundo exterior se tradujo en casi dos siglos. Todo era distinto, no conocía ese mundo. Mi familia, mis amigos, ya no estaban allí. Habían muerto. Y yo no era más que un troglodita desconocido en un planeta desconocido.

Por ese esfuerzo, por esa carrera absurda por subir a ese vagón de la noche de los jueves.

lunes, 31 de diciembre de 2018

Bandersnatch



Hasta la fecha, todo lo que nos ha ofrecido la serie 'Black Mirror' me ha dejado satisfecho; eso con el riesgo que conlleva de no alcanzar las enormes expectativas que va generando temporada tras temporada. Cierto es que hay capítulos mejores que otros, y los últimos, los de la cuarta temporada, acusaron cierto desgaste en su capacidad de sorpresa e innovación. Por eso tal vez los creadores han decidido seguir innovando, aportando elementos hasta ahora nunca vistos a nivel de público de masas.

A estas alturas sabemos todos lo que es Bandersnatch; una película interactiva, donde los acontecimientos se suceden en función de las decisiones del espectador en momentos puntuales. No es una forma nueva de contar una historia, y el propio contenido de la película hace referencia constantemente a ello, puesto que ya lo hemos visto en novelas o videojuegos. Pero en televisión, por cuestiones creativas o tecnológicas, probablemente sea la primera vez, a este nivel.

Como experimento es muy interesante y aplaudo la iniciativa, sin duda. Pero como experiencia no me ha resultado todo lo gratificante que me hubiera gustado. Esto se debe a su propia concepción, de híbrido entre una película y un videojuego. Me encanta ver series y películas, pero como una actividad pasiva, permitiendo que el autor me cuente su historia al completo y sin tener la sensación de que me dejo algo por descubrir. Que se puede llegar a consumir todo el material "rebobinando" y regresando a un nodo de decisión anterior? Por supuesto, pero eso me resulta caótico. También te obliga a volver a visionar pasajes ya visitados, con el tedio que supone. Tampoco los videojuegos creados como película interactiva me interesan en absoluto. Estar viendo una historia relajado, como mero espectador, pero continua y paradójicamente alerta por los momentos donde pueda aparecer un nodo de decisión, con el mando de la consola en la mano sin utilizar, no es divertido. O juegas, de manera totalmente activa, o ves una película, de manera pasiva.

A pesar de mis fobias, considero que Bandersnatch es un grandísimo producto. Especialmente brillante es la conexión entre el contenido y el continente. Porque el contenido, la historia del joven programador Stefan Butler, se fusiona de manera magistral con el juego interactivo con el espectador. Stefan está programando un videojuego basado en la toma de decisiones, inspirado a su vez en una novela del estilo Elige tu propia aventura. Y nosotros, como un ente superior, tomamos ciertas decisiones por él. Esta integración entre contenido y continente, entre historia y formato, es tan perfecta que mitiga parcialmente el poco atractivo que me produce semejante formato.

La reflexión sobre el libre albedrío, sobre los infinitos y potenciales universos paralelos a expensas de nuestras decisiones, sobre quién toma realmente las decisiones, sobre si somos personajes de un videojuego o no, está a la altura de los mejores capítulos de Black Mirror, y eso son palabras mayores.

Además, cómo no me va a gustar Bandersnatch, si el juego homónimo lo está programando en mi querido ZX Spectrum 48K!


lunes, 13 de agosto de 2018

El Señor del Tiempo

I.

Lidio Piscolabis solamente fue consciente unas pocas horas antes del Cataclismo de la huella que los rayos ultravioleta procedentes del Sol le habían dejado grabada en la muñeca de su brazo izquierdo. Su absurda manía de conservar, y utilizar, el extraño artilugio encontrado hacía unos años en el baúl de su abuelo Diógenes había sido la causa de esa desagradable distorsión estética. El artilugio en cuestión era un mecanismo portátil y circular que permitía calcular el paso del tiempo y conocer, en todo momento, la hora del día en que se encontraba su propietario. Naturalmente aquél era un artefacto obsoleto, y de cuya ciencia y funcionamiento nadie recordaba nada pues se había perdido cualquier resquicio de documentación de fabricación; algo totalmente lógico dado el avance tecnológico que se disfrutaba en la época. Eran objetos objetivamente útiles, porque funcionaban y daban una respuesta correcta a sus requerimientos, pero completamente subyugados por la nueva tecnología.

En la Era de la Tecnología Sideral, literalmente todo el mundo, todos los habitantes de la Tierra, podían conocer la hora exacta -conocida precisamente como Hora Sideral-, de cualquier huso horario, de manera instantánea y con una precisión de microsegundos gracias a Internet-LXXVII. La conexión a la red de redes era universal y gracias a ella funcionaban prácticamente la mayoría de resortes y aparatos de la vida cotidiana de la Civilización. La interconexión (que no interacción) entre usuarios era uno de los tres pilares básicos de la supervivencia humana, junto al agua y la sobrasada. La impuntualidad había pasado a ser un mero mal recuerdo del pasado.

Pese a su futilidad Lidio era feliz con su viejo cachivache. Sin él podía conocer en todo momento la hora, como todo el mundo, pero por algún extraño fetichismo le gustaba contemplar en su muñeca aquel circulito con números alrededor que representaban las arbitrarias veinticuatro unidades temporales en las que alguien había decidido que se dividiera el día. Le resultaba relajante el movimiento rítmico y coordinado de esas dos agujas, una más corta y lenta para las lánguidas horas y otra más larga y dinámica que aguantaba el ritmo de los inquietos minutos. Resultaba una experiencia entre mágica y vintage.

Algunas leyendas modernas citaban artilugios similares de mayores dimensiones, que acostumbraban a colgarse de una pared. Pero por lo que se había averiguado no quedaba ninguno que conservara sus dos agujas con la suficiente disciplina como para expresar la hora del momento de manera exacta.

El suyo era un modelo de pulsera y su sincronización con la Hora Sideral estaba más que contrastada. Pero aquel día, unas pocas horas antes del fenómeno conocido como Cataclismo, Lidio se sintió avergonzado por su culpa. La huella que la irradiación solar había forjado en su muñeca le hizo darse cuenta de que él era el único que utilizaba aquel, en aquellos tiempos inútil, ornamento. Porque realmente era lo que era, un elemento esencialmente decorativo, dado que su utilidad se había reducido al mínimo -en el sentido cuántico- en el entorno tecnológico con el que convivía. Lo peor de todo era que la posible mejoría estética que podría otorgarle el aparato había pasado a ser un estigma denigrante cuando se lo quitaba. Nadie más, posiblemente en toda la superficie del planeta, lucía en su muñeca una marca semejante. Porque todos podían conocer la hora exacta simplemente parpadeando. Hasta el día del Cataclismo.

Los historiadores recuerdan el Cataclismo como el fenómeno que tuvo lugar el 30 de Octubre de 2077, tras el cual Internet-LXXVII, la red de redes, se colapsó en todo el mundo. Aunque se desconocen de manera fehaciente los orígenes del mayor desastre tecnológico de la Historia de la Humanidad, la teoría más difundida sugiere que fue ocasionado por una zarigüeya que royó el cable principal que comunicaba los servidores de la Universidad de Stonfard, California con el mundo exterior. Prácticamente todas las averías fueron reparadas en cuestión de minutos -u horas, nadie lo pudo cronometrar-, pero los temporizadores que determinaban la Hora Sideral jamás fueron restablecidos.

En los instantes iniciales, Lidio Piscolabis apenas se apercibió del terrible acontecimiento a escala mundial que acababa de producirse. La humillación de la huella en su muñeca le había obligado a volver a colocarse el ornamento sobre ella, con el fin de ocultar aquel estigma atroz; como efecto colateral, eso le permitía conocer la hora sin necesidad de estar conectado a la red. Entonces le sucedió algo por primera vez en su vida: una ancianita, de unos 133 años, 4 meses y 8 días, así, a ojo, le preguntó qué hora era. Absolutamente estupefacto, y condicionado por el desagradable suceso reciente con el ornamento de su muñeca, Lidio acudió a dicho aparato y le concedió a la viejecita la información requerida. Nueve minutos, dieciocho segundos más tarde, un corpulento veinteañero, que Lidio reconoció como uno de los principales artífices de la chanza colectiva en que sus vecinos habían convertido el punto de unión entre su mano y su antebrazo, le realizó idéntica consulta. Hasta tres personas más, que reconocieron el artilugio otrora motivo de mofa, le preguntaron la hora mientras enfilaba el camino a su casa.

II.

Asombrado, un poco asustado y buscando una distracción, Lidio Piscolabis encendió el televisor. A aquella hora debía comenzar su programa favorito, El Tiempo es Orégano, un concurso con un formato nada revolucionario donde los participantes debían responder el máximo número de preguntas de cultura general en un tiempo limitado. Inicialmente le extrañó que el programa comenzara un minuto, seis segundos más tarde de lo habitual, pero lo que acabó por desconcertarle fue que la duración de las pruebas, fijada cada una en unos rigurosísimos noventa segundos, se convirtió en algo totalmente aleatorio. Especialmente grave era el hecho de que los responsables de producción, que se jactaban del mastodóntico presupuesto que manejaban, fueran incapaces de justificar aquel imperdonable desajuste.

Por temor a sufrir algún tipo de acoso, al día siguiente, domingo, Lidio permaneció en el cobijo de su hogar. No podía salir al exterior, pues tanto si llevaba su antiguamente incomprendido artilugio como si no, la marca en su muñeca delataría su codiciada posesión(1). Podía recurrir a la manga larga y vestir como le obligaban en la oficina, pero el calor aquel día era acuciante y cubrir los brazos no suponía lo más apetecible. Tampoco le esperaba ninguna cita importante en el mundo exterior, así que se entretuvo -no sin inconfesable regocijo- con los despropósitos horarios de una desquiciada parrilla televisiva.

Al día siguiente acudió al trabajo ataviado con su chaqueta favorita, una americana de la célebre fibra sintética de Marte, adquirida en un mercadillo a buen precio. Pasó bastante desapercibido y sin sobresaltos hasta que llegó al edificio de oficinas donde trabajaba, cuyas puertas se encontraban inusualmente cerradas. Con extremo disimulo consultó su ahora inseparable artilugio; sin duda era la hora de siempre pero parecía que había llegado antes de tiempo, teoría que desmintió la presencia de varios de sus compañeros, algunos de los cuales aseguraban llevar horas allí esperando. Todos ellos mostraban un aspecto demacrado, insomne, como si estuvieran inmersos en un jet lag perpetuo.

Fue en el momento en que Lidio se remangó de nuevo la chaqueta para corroborar que la hora era la correcta cuando apareció su supervisor, el señor Brewster, y le pilló con las manos en la masa. O en la manga. Su informal interrogatorio fue breve pero suficiente para comprender la extrema importancia de la bagatela con la que su subordinado Piscolabis cubría su muñeca; se trataba nada menos que de la única fuente fiable del paso del tiempo que quedaba en el planeta Tierra. Quien poseyera aquel objeto, tendría el control absoluto de la cuarta dimensión...

El señor Brewster, con sus ojos flotando sobre dos balsas de ojeras, de manera sospechosamente generosa se hizo cargo de la situación. Se puso en contacto con el bedel para que abriera ipso facto las puertas del edificio e informó al resto de compañeros que, a partir de entonces, lo que determinaría el horario de entrada y salida sería aquel círculo con números de Piscolabis. Tal era el caos aquellos días que la insólita y exclusiva puntualidad de aquella empresa le hizo aumentar exponencialmente su eficiencia, cobrar una enorme popularidad y, al cabo de tan sólo una semana -y ocho horas y cuatro minutos-, convertirse en líder mundial del sector. Tanto Lidio -ascendido a un puesto en el que su única tarea consistía en comunicar lo que decía la tímida pero resolutiva esfera de su brazo- como Brewster se convirtieron en multimillonarios en cuestión de días. Las ojeras de éste último desaparecieron, no así su avaricia.

Las lascivas miradas hacia su -ahora- preciada posesión de todos los que le rodeaban habían erigido una muralla de desconfianza en la personalidad de Lidio. Por todas esas innumerables presiones tomó una decisión: registrar la patente sobre la información que daba su artilugio. A partir de ese momento, él sería el único propietario legal de la hora exacta en el mundo.

III.

Además de las suculentas ventajas financieras, tener el control absoluto de la hora le otorgaba otros privilegios. Por ejemplo, tenía la capacidad de parar o avanzar el tiempo a su conveniencia, puesto que la hora mundial era impuesta por aquellas dos insignificantes manecillas dispuestas al alcance de su mano, las cuales podía manipular -siempre con moderación y discreción- para llegar puntual a una cita, o acortar un evento tedioso o alargar uno entretenido. Él sí que tenía, de verdad... el tiempo en sus manos.

Las amenazas, en el más amplio sentido de la palabra, sobre Lidio se incrementaron. La economía mundial dependía en gran medida de las veleidades del muchacho y los magnates que estaban viendo tambalear sus fortunas decidieron actuar. Contrataron a los más eminentes ingenieros para que diseñaran algún aparato que pudiera realizar idénticas funciones que el del tal Piscolabis. No tardaron en reproducir cientos de inventos, de diversos tamaños y colores, que funcionaban con la misma eficiencia. Pero a todos ellos les faltaba algo: la hora homologada. Y esto sólo lo podían conseguir a través de contratos leoninos con Piscolabis, el cual exprimía las cuentas bancarias de los empresarios a un nivel que descartaba cualquier posible rentabilidad de aquellos nuevos contadores de tiempo.

El planeta giraba a la velocidad que marcaba Lidio Piscolabis. Como dulce venganza, obligaba a las corporaciones que pagaban sustanciosos royalties por utilizar su hora a incluir un sello en sus documentos con el logotipo de su flamante megacorporación, la mayor multinacional jamás concebida: un círculo similar a la huella que los rayos del Sol le habían grabado en la muñeca. Todo se movía según marcaban aquellas dos agujas de diferente longitud pero coordinadas a la perfección. Aguja Corta no daba un paso hasta que Aguja Larga hubiera completado el consensuado periplo de sesenta minutos. Hasta que, tras varios años de cronodictadura de Lidio Piscolabis, Aguja Corta se despistó...

Probablemente las baterías se agotaron; o se deterioró por la humedad, por el calor, o por -irónicamente- el paso del tiempo; o tal vez fue provocado por el boicot electromagnético de alguno de sus infinitos enemigos. Aguja Corta no lograba interpretar el número de vueltas que daba Aguja Larga y tardaba en reaccionar. A primera vista parecía que Aguja Larga tardaba más de lo habitual en dar cada una de sus vueltas, pero eso era imposible de verificar pues precisamente era ella la que marcaba el paso de los minutos, el transcurrir del tiempo. Entonces las más terribles sospechas se confirmaron: Aguja Larga se detuvo por completo. Aguja Corta, desconcertada, también se sumió en el más inexpresivo de los letargos.

Y así fue, años después del Cataclismo, como el tiempo se paró. El pasado se fundió con el futuro, los viajes temporales se hicieron posibles por primera vez e inevitables, el plano de la realidad se dobló por la mitad para que un agujero de gusano lo atravesara.

Entre corrientes de aire inexistentes, máquinas paradas, humanos congelados, todo un ecosistema detenido como en un fotograma, una zarigüeya anciana y moribunda agonizaba recordando el desagradable sabor a azufre de aquellos cables que mordisqueó, una vez, hacía muchos años, en la Universidad de StonfardCalifornia.

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(1) Es menester recordar que en la segunda mitad del siglo XXI, debido al cambio climático, el verano era permanente. Por eso durante todo el año se acostumbraba a tomar el sol y llevar ropa de manga corta.